lunes, 24 de octubre de 2011

Fernán Silva Valdéz




El Balero


Balero lindo el balero
que me regaló mi padre
aquel día no olvidado
que me porté en los exámenes.


Era amarillo, grandote,
de madera de naranjo;
¡con él gané más partidos...
había que verlo en mi mano!


Sonaba así, como a hueco,
blak, blok, blak, cuando embocaba;
como trote en el asfalto,
blak, blok, blak, así sonaba.


¡Qué partidos a quinientos
y muchas veces a mil,
con aquel muchacho rubio
cuyo padre era albañil!


Redoblonas en collares
toditas en una hebra,
y las últimas cincuenta
tiradas a la porteña.

Jugaba bien el muchacho,
jugaba mejor que yo;
en toda la escuela el único
muchacho que me ganó.

Eso sí, no se burlaba
de su contrario al ganar;
se quedaba satisfecho
sin echarse para atrás.

¡Qué partidos, qué partidos,
sin ventaja, mano a mano;
se formaba cada rueda...
se formaba cada barra!...

Hasta el maestro venía
a observar nuestras jugadas,
y una vez que se pelearon,
dos muchachos a trompadas,
formó la escuela en el patio,
nos llamó al rubio y a mí,
y señalando el balero
nos dijo: jueguen a mil.


Jugamos ante la escuela
que entusiasta nos siguió;
los dos echamos el resto
pero otra vez me ganó.

Me ganó por muy poquito,
es cierto, más me ganó;
no nos pusimos un pero
al jugar, ni un sí ni un no.

Entonces vino el maestro,
nos agarró de la mano
y dirigiéndose a todos
les dijo: aprendan muchachos;
de esta pareja de amigos
tienen algo que aprender:
de uno a saber ganar,
de otro a saber perder...

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